jueves, febrero 14, 2008

La Renovada Esperanza: Sin Título de Jorge Hernández Campos

*Jorge Hernández Campos (Guadalajara, Jalisco, 1921-ciudad de México, 2004)


LA RENOVADA ESPERANZA:
SIN TÍTULO DE JORGE HERNÁNDEZ CAMPOS*

por Israel Ramírez Cruz

Por las deudas, para Alí Calderón y Jair Cortés

Tenerlo a la vista nos mueve a pensar que para leer este libro no se necesita mucho más que el impulso inicial. 84 páginas a las que uno mira con curiosidad y de las cuales podría esperar algo que esté en sintonía con lo mucho que se publica en la actualidad: la ausencia de valor y de ética. Además, el lector puede retrasar –sin saberlo aún– el placer, el desconcierto y el retorno al estado de humildad que le espera frente a la gran poesía. Pronto nos damos cuenta que el envión no perdura conforme las hojas se vuelven imposibles de tan bien logradas.



Azar nocturno los
abrazos
La certitud de la
alborada
nos desunió los cuerpos
¡hagámonos pupila con pupila
ciegos!
Venga la lobregura de
más besos.



(“Sed lux”, p. 9)



La certeza del amanecer nos aleja; cosa que sólo la pareja amorosa puede pensar. Pero desde este poema inicial comienzan también los misterios. Tan acostumbrados estamos al encabalgamiento que ahora es norma común que aparezcan en la poesía moderna. Sin embargo, por qué Jorge Hernández Campos obliga al encabalgamiento justo después de los artículos o la preposición. Pareciera que en lugar de funcionar como una prolongación semántica que transpone la longitud del verso, estos encabalgamientos lo que consiguen es justo lo contrario: tensar el sentido del verso en unidades a las que les falta algo. De ahí que “Azar nocturno los” o “La certitud de la” se continúen en el verso siguiente, pero ya han dejado en el lector la sólida sensación de un corte, de una respiración agotada, de una dificultad.



Desde el arranque del libro, lo que parece sencillo se complica al límite en un decir que nos impide compararlo con las muestras recientes de poesía mexicana. La presencia renovada de la poesía en el mundo moderno es un acontecimiento inusual, y esto precisamente es lo que ocurre al adentrarnos en la lectura de Sin Título de Jorge Hernández Campos.



Pero retrocedamos un poco. Valdrá la pena indagar por el nombre del autor que aparece en la portada del libro, por las cualidades del poeta, por sus trabajos previos, por su lugar en la historia de nuestras letras. Bien que vale, y mucho. El poema no nace de la nada y hablar de la trascendencia del autor sirve también para comprender un poco más la tradición en la que se inserta. Pero este acierto de mirar al escritor lo harán quienes hablen de historia, no de poesía. La poesía no está cifrada en la trayectoria del nombre como se piensa muchas veces, ni siquiera en la importancia de los premios que se reciben. Y quizá esto que parece demeritar a la persona que firma este volumen, no tiene otra intención que engrandecerla al reconocer su importancia al margen de modas, grupos culturales, edad o demás elementos externos al terreno de la estética.



Jorge Hernández Campos mereció en 2001 el Premio Aguascalientes no por su trayectoria literaria, sino por un volumen de 32 poemas que denotan la maestría del oficio y la alta zancada de su firme aliento. En términos generales podemos decir que existen componentes que le dan cohesión al volumen: el tono homogéneo que recorre los textos, la recurrencia de ciertos temas como el pájaro y la presencia de lo aéreo y evanescente, los opuestos y antagonías, la vista y su papel dentro de la percepción del mundo, la experiencia de la pareja, el yo pasivo o dependiente del tú al que se dirige el discurso. Y esa estructura se reafirma con lo bien hecho que está todo lo anterior.



Pero iniciemos con el asunto que parece más complicado de explicar dentro del texto poético. El tono es, en sentido directo, una cierta inflexión en el habla, un matiz según la intención o el estado de ánimo del enunciante. Y desde aquí ya se nos presenta el primer obstáculo: cómo comprobar que el tono que se percibe en el texto corresponde a la intención o estado de ánimo que el emisor quería plasmar. Vayamos aún más lejos, ¿importa que se compruebe? y ¿cómo enriquece la lectura su identificación? Por ejemplo:



Consuélanos hoy
vinagre del amparo
Nos caemos aquí
nos alzamos allá
lastrados de esperanzas

Andamos
por el camino real
resplandecientes
de harapos
preguntándonos
cuándo hemos de llegar
a la posada ésa
donde nos darán pan
lentejas
y degüello
(“Jornaleros”, p. 33)


Pero el tono es, consecuentemente con lo dicho arriba, la forma en la cual el lector se siente interpelado por el poema. De tal suerte que en “Jornaleros” está claro lo que ocurre a lo largo de gran parte del volumen. Por una parte tenemos una serie de referentes que denotan bienestar (consuelo, amparo, esperanza, resplandor, posada, pan, lentejas) y, acompañándolos de manera armónica, están los que denotan infortunio o fatalidad (vinagre, caída, lastre, harapos y degüello). De tal suerte que el lector percibe la ambivalencia entre la súplica que pide parabienes, pero que al mismo tiempo sabe que al final se le dará el amparo y posada previa a la muerte. Esperanza no en la salvación, sino esperanza de que llegue el final a su justo tiempo.

El tono del poema incide en la comunicación que se logra gracias al discurso lírico. El tono funda un lazo de relación –aunque indirecta y no del todo clara– entre lector y escritor. Después de establecer contacto el lector sabe que hay sentimientos en común que lo hermanan con aquél. Si recordamos la proposición de que la lírica representa un acto de habla con nosotros mismos en la soledad, cómo pasar por alto versos donde la lectura del texto nos lleva a hablar con nosotros mismos en un diálogo rítmico que transita del espacio de la casa a la memoria, de la escritura a las aves, de las naves al mar. Basten para corroborar esto las dos odas que escribe Hernández Campos a la mano izquierda:

En la tiniebla de la madrugada extiendo mi mano izquierda, que con vocación nihilista te busca a sabiendas de que no va a encontrar nada, y menos que nada a ti.
(“Segunda oda a mi mano izquierda”, p. 81)


El tono se reconoce no sólo por las palabras utilizadas, sino por cómo ellas nos conducen a participar de estados de ánimo. Dentro de los límites de su polisemia, el signo poético permite interpretar una atmósfera anímica que se sumará de manera decisiva al proceso de interpretación global del texto. Es cierto que el lector sufre un proceso de aprendizaje gradual, pues todo lector, en sus inicios, configura casi siempre una única lectura-interpretación del texto. Está seguro de que el libro “dice” lo que el cree. Pero conforme desarrolla más herramientas, este proceso se hace más eficaz y será capaz de proponer múltiples lecturas-interpretación que funcionan de manera paralela mientras no decidamos al final cuál es la mejor o que satisface todas nuestras experiencias. Así, al avanzar hacia el final del texto, elegiremos de entre ellas la más sólida. Seremos capaces de responder y sustentar juicios sobre nuestro proceder. Para abreviar esto, las lecturas paralelas, son caminos que abandonamos o dejamos latentes como posibilidades al emitir un juicio global sobre lo leído. Por ende, el lector desarrolla capacidades que lo llevarán a elegir si el tono que corresponde mejor al poema será el de burla, tedio, queja, petición, alegría…

Por ejemplo, en la cita anterior, no existe una doble lectura en el tono –no hay una ironía, sino un camino directo y claro que hace percibir el dolor. En estas dos odas –que no dejan de recordarnos aquellas Odas elementales– ocurre que a través del resquicio que quiebra la soledad aparece la compañera y la nostalgia, “y la nostalgia [–leemos–] está hecha de naves que se han hundido y reposan en el fondo del mar, en esa región que empieza donde termina mi mano izquierda. La mano con la que no puedo asirte”. Poemas donde se revela la impotencia; la mano no sirve como cuerpo si no puede tomar entre los dedos, si no hay un otro que sienta la caricia. Así como en este poema, los lectores de Sin título perciben un estado de ánimo que da unidad al volumen. No es ni amargura ni queja, pareciera sopesada resignación o, más precisamente, aceptación del presente con todas sus caras. Un estudio que se centre en las imágenes de pérdida en el libro seguramente revelaría que a ellas las acompaña también una aceptación o musitada esperanza. Esa inflexión de la voz que revela un estado de ánimo nos hace pensar que este es un libro al que no olvidaremos pronto. Duele leerlo, duele asumir con toda convicción el pacto de lectura.
En otros ámbitos, dentro de los temas reiterados están aquellos que aluden a las paradojas, contrarios, contraposiciones.

Mientras discurro
el aura ata y desata
cintas y celajes.
Cerrarás la ventana, la
cerrarás, porque
la cerrarás, como se cierra
una boca por dentro.
(“Sed lux”, p. 11)


Pero esta aparente oposición lo que crea es un sentido de totalidad al que no puede detener o enfrentar el sujeto lírico. Tan rebasado se sabe que los últimos cuatro versos de “Sed lux” apuntalan sólidos esta imposibilidad en la enunciación de un futuro que no sólo por repetido se espera demoledor. Qué puede hacer frente al futuro casi cierto de que se cerrará la ventana-boca y él no puede-podrá abrirla. Si además de esto recuperamos la carga de sentido que existe en atar y desatar de la contraposición inicial, nos damos cuenta que el conjunto de la estrofa se advierte solidamente construido como una totalidad infranqueable.

Muestras de este mismo recurso los encontramos en: “el caballero / es no es, es no es, es no es / en el trémolo / de los relámpagos”; “Te abrazo y desabrazo / al compás del aliento”; “monta y des / monta huecos virtuales entre / la carcomida arquitectura”; “que es y que / no es, que representa pero // no representa, me mantiene / suspenso”. De aquí que surja la pregunta, por qué decir algo por medio de su negación, de su contraparte, de sus oposiciones. El recurso tiene una función dentro del poema, una función que en este caso remite paradójicamente a la precisión, a la idea de totalidad y a la sensación de impotencia frente a los acontecimientos. Tres resultados que se imbrican a cada momento como unidad sólida en la lectura del libro.

Cercano a esto hallamos los ejemplos donde se presentan situaciones o acciones que denotan lo incompleto, la imposibilidad o la carencia de atributos naturales en las cosas presentadas: “El animal inacabado / ama el frenesí de su galope”; “Llueve / sobre el caballo / que no quiso arrancar / Llueve / sobre el jinete / caído en el barro”. El animal inacabado y el coche que no quiere funcionar son muestras de que aquí se presenta el revés de lo que se esperaría: “el revés, siempre el revés, de su historia” leemos en “Enero en Buda”. Para qué, para decirnos que todo tiene otra historia, como posibilidad, como certeza. De ahí que en este poemario la presencia de ese “otro” sea también fundamental.

En ocasiones la voz poética se habla a sí misma desde una segunda persona del singular, como en “Ejercicio de tiniebla”:

La tiniebla
te aceita los ojos
los ojos niegan la tiniebla
que niega los ojos

Yaces en la tinta
velas y esperas
en el fondo del tintero […]

Ahora siéntate
recoge tus cabellos
y levanta la frente
Ya viene la pedrada.
(“Ejercicio de tiniebla”, pp. 47-48)


Tenemos entonces un ejercicio de exploración y autoreconocimiento. Pero junto a ello, también existen ejemplos donde la voz se dirige a un destinatario diferente. Esa otra historia que se entrevé en el poemario quizá sea la del ser que nos acompaña, porque quizá el amor, la pareja o la compañía nos restituyan la totalidad del mundo. Por ello a lo largo del libro la voz poética apela con recurrencia a ese tú. Casi podríamos definir a esta voz en primera persona como suplicante o necesitada, pues es el otro quien hace y obra sobre él.
El yo se reconoce incompleto: “Yo soy hoy / el balbuciente / que es ese a quién al que se le quiebra / la saliva”. Sin embargo, ese tú no será un desdoblamiento de la primera persona: es claramente un destinatario distinto; por ello el resultado de la lectura del poemario nos motive a pensar aún más en la imagen de deriva en la que se encuentra el enunciante. No sólo hay súplica y petición, sino que hay una certeza de inutilidad frente al destinatario.


Me llevas delante de ti
como una trompeta.
Tu aliento en la nuca
me inflama las fauces canoras.
(“Exeunt”, p. 30)


En este sentido, el poemario refleja un lirismo donde la presencia del tú es también capital:


Ayer paseábamos
cogidos de la mano
por un huerto de árboles
con frutos del Bien y del Mal

Dame otra vez la mano
mientras aún queden huesos
y mientras avanzamos
usemos los dedos
para contar las sílabas
de un poema imposible
(“Pavana”, p. 74)

Mucho se podría comentar más sobre la presencia del tema de la poesía y la escritura en el libro; de la forma atrevida en que consiguen eneasílabos en “La silla de Wittgenstein”; de la presencia de imágenes relativas a la escalera, al estar de pie; de la sensación inusual que provoca la lectura de formas romanceadas en algunos textos (“blanca palomica”, “Piedad dejome prisionero / de aquesta divina telaraña”…); del papel de la memoria en el poemario, de la excelencia del poema “De retorno” o del dolor que habita “El ruiseñor de la mañana”. Mucho podría decirse y, estoy seguro, que se dirá en reconocimiento de este libro.
Jorge Hernández Campos es uno de los poetas que nos devuelven la esperanza en la poesía, además de que es uno de los que mejor han refrescado el ámbito de nuestra poesía en el recién iniciado siglo XXI. En un tiempo donde pareciera que ser poeta joven es sinónimo –absurdo, pero sinónimo– de buen poeta o de poeta que vale. Jorge Hernández Campos nos recuerda que la verdadera poesía no tiene qué ver con edades o reflectores, sino con palabras.


*Texto publicado en el número 10 (diciembre 2007) de Viento en vela.

No hay comentarios.: