sábado, noviembre 29, 2008

Palabras a Muestra de poesía chilena reciente (1976-1983)

Prólogo (Muestra de poesía chilena reciente)*

Esta foto nadie la tomó, y es el último minuto para que no salga enteramente movida. Nadie tomó esta foto, porque los autores nacidos en los setenta tuvieron sus propias vías de difusión, desde seminarios universitarios a bombardeos aéreos, justo antes que los acá incluidos publicaran sus primeros libros. A esa generación tan claramente delimitada desde su enunciación por Cristián Gómez y los ensayos “Los Náufragos” de Javier Bello a mediados de los años noventa, la cual cronológicamente terminó con la precoz Damsi Figueroa (1976) y en la que se antologaron finalmente en México, Pedro Montealegre (1975) y Gustavo Barrera Calderón (1975); le siguió un silencio mediático, interrumpido por los autodenominados Novísimos, organizadores del Encuentro Poquita Fe en 2004. Como reacción a una lectura de aparente academicismo en Los Náufragos, algunos de los poetas más jóvenes se apropiaron de discursos utilizados en los años ochenta (Carmen Berenguer, Raúl Zurita), además de los visos realistas de la generación del ’87 (Sergio Parra, Víctor Hugo Díaz), matando al padre y rescatando al abuelo, por así decirlo. Pero esta nueva foto tenía más bajas que titulares, si se juzga la amplitud estética de la poesía que comenzó a publicarse y que urge presentarles.




Es el último minuto para que la foto no salga enteramente movida, porque sorprendentemente proliferan muchos poetas jóvenes en nuevas editoriales, la mayoría caseras con proyectos que mezclan poesía con plástica (Ripio Ediciones) y audio (Editorial Alquimia) o que editan plaquetas en la provincia (Editorial Fuga). He leído poemas inéditos notables por parte de Christian Aedo, César Cabello, Marco Yupanqui, Matías Cociña, Jorge Polanco y Ángel Valdebenito, los últimos tres con un primer libro publicado, pero es irresponsable antologarlos, habida cuenta de la imposibilidad de cotejar todo aquello que sigue en el ámbito privado. Seleccioné con propiedad entonces entre los textos publicados en Chile por autores nacidos entre 1976 y 1983, que llevan años circulando. El criterio de la publicación es justo, pero tendiente a la centralización. Rara vez poetas así de jóvenes publican en la provincia y si bien la mitad de los aquí incluidos nacieron en ella, la gran mayoría vive hoy en la capital. Los poetas no están ajenos a la migración económica. Saludable es, en cambio, la presencia cada vez mayor de mujeres, seis en esta muestra y muchas más fuera de ella, que casi ni requiero llamar la atención al respecto. El borde más joven de la foto está abierto y borroso, pues lo empujan Carlos Cardani (Santiago, 1985), Guido Arroyo (Valdivia, 1986) y Camilo Herrera (Santiago, 1986); que conforman hoy ambiciosas obras que van de la doxa militar a la experimentación matemática.



Antes de la avalancha entonces, cabe este recuento del recambio que la provocó. Recambio que veo comenzar claramente en “La Enfermedad del Dolor” que Alejandra González Celis publicó en 2000 por Ediciones del Temple, cuyo catálogo de poesía joven cuenta ya con veintitrés títulos. En el escenario de un hospital extrema la experiencia del encierro. Casi acordada es la arista opuesta con que comienza esta generación: la alegoría en “Teseo en el Mar Hacia Cartagena” (2001) de Marcelo Guajardo Thomas. Una escritura que continúa el trazado que Tomás Harris dejó en cuanto a reinventar la construcción épica, pero tangible, de nuestro país, desde la visión y la locura. Y esa tangibilidad la carga Carlos Soto Román como una poética propia: la de relatar los sucesos con la sequedad no de los ingleses, sino de nuestro desierto. Es poesía social y la falta de cinismo no implica falta de ironía, ni de sospecha del lenguaje. El sufrimiento personal de “La Enfermedad del Dolor” es estructural siete años después en “Haikú Minero”, el segundo libro de Soto Román. Lo publicó la editorial La Calabaza del Diablo, cuyo catálogo incluye a Raúl Hernández, Gladys González y Pablo Paredes, pero también a poetas mayores, que dan cuenta de la artificiosidad inevitable del ejercicio etáreo al que me remito. Si leer a Andrés Kalawski desde la antipoesía de Nicanor Parra es lo más obvio, esto se expande en los juegos metafísicos que plantea el autor, en un escenario dudoso como la palabra. Por eso Rosario Concha la precisa, en una poética de la contención sumamente arraigada en este país, que concluye con éxito Ernesto González Barnert. El erotismo que se descubre a sí mismo en Rosario Concha, se manifiesta en González como sensorialidad y vaticinio.



La de Claudio Gaete Briones es una poética que poco tiene que ver con las anteriores, y que suele ligarse a la que venían desarrollando los poetas de los noventa: la del merodeo, como él mismo la define. Una decantación posmoderna y necesaria al larismo que el centro espera de la poesía de provincia, y una duda menos histriónica respecto a los referentes de la vida moderna. Desde la acumulación de elementos a la Ashbery intenta una poesía total, gesto sutilmente mallarmeano que Héctor Hernández Montecinos extrema como gesto basal de su obra. Ésta es de las más influyentes actualmente al recurrir a los gestos teóricos franceses desde un escudriñamiento de los márgenes de la escritura y de lo pop. Allí Diego Ramírez mete el Canto General de Neruda al bolsillo de un pantalón ajustado, y bajo las luces de una permanente discoteca andrógina, propone una estética que rija sobre las éticas mayoritarias. También es original al respecto la propuesta de Paula Ilabaca, que reconstruye idearios a partir de la pérdida, y no sólo personal. Su preocupación por el ritmo la lleva a encabalgar ese único poema que es La Ciudad Lucía, hasta que el lenguaje termina desconfiando de sí mismo, perdido en un vaivén que también cuestiona convenciones sociales. Aunque se les suele agrupar a ellos, la obra de Felipe Ruiz y de Gladys González tiene mucho menos de derrame en su posicionamiento. Ruiz asume proyectos escriturales que van de la violencia intrafamiliar a relecturas austeras de Pound o en clave hip hop del mismo Neruda. Gladys González se apropia vehementemente de la calle, con una claridad que no necesita experimentaciones formales. La misma calle que Pablo Paredes grafitea, desde un compromiso político que da cuenta de detalles raramente retratados de los barrios chilenos.



Al igual que ellos, Raúl Hernández se formó en los talleres de Balmaceda 1215, pero descreyó de sus maestros, cultivando la mirada del flaneur, contemplando la ciudad como si fuera naturaleza. Sus poemas son breves y dejan el aire de la espontaneidad que también respira Víctor López. Su mano suelta en el tono confesional se funde con un ojo crítico y detallista, desde el que proyecta las imágenes sobre las imágenes. Marcela Parra en tanto, desconfía de las diferenciaciones, problematizándolas tanto desde el lenguaje como desde la experiencia. Historiza la violencia simbólica a través de voces distintas, de las que se apropia bajo un aparente objetivismo. Úrsula Starke utiliza una sola voz familiarizando al lector con un dolor personal, mas no unívoco, lo que la vincula a Alejandra González quien abre esta muestra. La más joven de ésta fue también la más joven en publicar, dándole otra vuelta a esa poesía puertas adentro que de algún modo es también una alegoría. Poetas que viven el Chile pluralista de discursos, pero unidireccional en acción política.


Enrique Winter,
Valparaíso, Enero 2008.



*Texto publicado en el número 13 (septiembre 2008) de la revista Viento en vela.

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