LAS DRAMÁTICAS AVENTURAS DE WOZZEK, EL PERRO INDIVIDUAL*
de Ricardo Bernal (ciudad de México, 1962)
No recordaba su vida anterior. Tal vez los ruidos, tal vez el impacto de luz más allá de los párpados, y sobre todo el aroma dulzón del protoplasma: ya se sabe que la memoria de un perro está en el olfato. Wozzek nació en una tienda de mascotas junto con otros tres cachorritos. Su perra madre murió al día siguiente y Giovanni, el redondo dueño de la tienda, los llevó a la jaula de cuidados intensivos para que sobrevivieran. Qué hermoso eres, cachorrito, pensó Giovanni en italiano, y metió a Wozzek en un viejo calcetín de cuadros azules, arrullándolo un poco. El perrito se acurrucó y quiso saber qué pasaba, pero su pequeño cerebro desconocía los mecanismos del pensamiento, así que se quedó dormido. Martes, miércoles, jueves, viernes; Giovanni cantaba óperas gangsteriles, y les daba su mamila a Wozzek y sus hermanos. Las paredes de la trastienda estaban pintadas de verde para tranquilizar los nervios de sus habitantes. Además de perros, gatos, canarios y peces, había un pulpo marino que todo el tiempo palpaba las paredes de la tina donde vivía, buscando una grieta por donde escapar. No había cebras, pero estaba el General, un ridículo mono araña importado de Veracruz. No había canguros, pero sí un par de conejos grises y fornicadores que no pensaban en otra cosa. También estaba Marichu, la guacamaya más hermosa del mundo, el zopilote Omar, y Efraín, el búho tuerto que todos creyeron disecado, hasta el día en que se fue volando tan tranquilo por la puerta. Las anécdotas de todos estos personajes fueron los primeros recuerdos de Wozzek, quien a las pocas semanas de nacido vivía ya en una de las jaulas colocadas frente al aparador: Giovanni quería vender sus perros finos cuánto antes, necesitaba dinero para volar a Roma, y decirle adiós a su moribunda tatarabuela. Wozzek, como buen perro que era, se dedicaba a dormir, comer y cagar. Algunas veces alzaba sus orejas de ratón y miraba a los extraños seres que lo señalaban desde el otro lado del cristal: Mira mamá qué bonita rata; No es rata m´hijo, es un perrito; Mira mamá que feo perrito. ¡Guau! Esa fue la primer palabra que Wozzek aprendió, la única, a decir verdad. En ella se resumía todo el conocimiento, toda la percepción que puede tener de la vida un cachorrito huérfano. Afuera de la tienda los seres extraños pasaban, y también pasaban los días y las noches. Soles, lunas, nubes, carros de bombero, coloridos desfiles, asaltos sangrientos, Wozzek miraba todo con ojos azorados. Existe la vida, es cierto. Existimos. Plumas, colmillos, sonrisas; en la tienda de mascotas las reglas eran muy simples: comer, jugar, escandalizar. A veces el precio era un pececito menos, una mordida infectada. ¡Guau! Todos somos iguales en este ordenado caos. Pero Wozzek ignoraba que en sus adentros había una semilla de luz: su individualidad. Una individualidad que necesitaba crecer sublime y esférica; algo imposible en medio de tantos gritos, aullidos, maullidos y ladridos. Algo imposible en medio de los pleitos, los insultos de Marichu, las discusiones por el plátano que el General le embarró en el culo a Giovanni, por la cena engusanada de Omar, o por la lluvia de alpiste que cayó en la tina de Don Pulpo, haciéndolo lanzar maldiciones oceánicas a diestra y siniestra. Y Wozzek abría sus ojos enormes. Su individualidad necesitaba con urgencia otro lugar para crecer. Wozzek, como todo perro fino, necesitaba un hogar donde vivir.
Lila estaba sola. Había estado sola toda su vida, pero tan solo ahora, a sus 24 años se daba cuenta, y la soledad le pesaba como una barra de plomo en el corazón. Escapada del rigor militar que infectaba su casa materna, Lila había rentado un decrépito departamento donde podía preparar sus clases de historia del arte y pintar sus extraños y codiciados cuadros sin ningún tipo de interrupciones. Sin embargo, sus días eran largos, iguales, desabridos; a Lila le parecía que la existencia era un tren de vagones aburridos y eternamente vacíos. Los últimos dos amores de su vida, Rosencratz y Guildenstern, habían huido por el espejo y vivían muertos del otro lado, dedicándose a los asuntos que le corresponden a todo aquél que huye por el espejo. Lila bebía café negro y ponía sin descanso sus viejos discos de los Residents mientras calificaba tareas o dibujaba. Cuando miraba el espejo, ya casi nunca encontraba en él a Guildenstern con su sonrisa de niño dios, tarareando rolas de Marillion; ni a Rosencratz colgado de un candil, y usando humito de colores para pintar un paisaje del Amazonas, acompañado de su inseparable Barbie, esa perra. Lila recorría las calles bajo la lluvia. Buscaba tréboles de cuatro hojas debajo de los puentes, colocaba bombas imaginarias en los templos de la colonia Condesa, o marcaba teléfonos descompuestos hasta que algún ángel piadoso le contestaba. Lila estaba sola. Por las noches se encerraba en su departamento donde escribía desolados cuentos de ciencia ficción, o cartas de amor cucaracha sin posdata ni firma. Una tarde, en uno de sus paseos, Lila pasó frente a una puerta ovalada con un letrero:
ENID, ADIVINA. TAROT Y OTRAS ARTES.PRECIOS MODICOS. PASE USTED.
Tratando de no burlarse de sí misma empujó la puerta y entró a un pasillo angosto como sarcófago, en cuyo final retozaba una escalera de caracol. ¡Alto ahí!, dijo Lila, y la escalera se quedó quieta. Cielo e Infierno; hay una tempestad entre mis dos hemisferios, pensó y comenzó a subir entre nubes rosadas y caballitos de mar. Después de quinientos escalones llegó a un diminuto salón donde había una mesa y detrás de la mesa una sonriente luna llena. Hola muñeca, ¿cómo te llamas? Lila. Mucho gusto, yo soy Enid; ¿quieres que te lea la mano? Pero no tengo dinero. No importa, me darás un porcentaje de tu suerte, esa será suficiente paga. Lila se sentó extendiendo su mano izquierda hacia Enid. Por lo maltratado de tus uñas puedo adivinar que eres albañil. Ni madres, soy pintora y escultora. Perdón, ¡mira! Aquí dice que muy pronto tu vida cambiará; además bla-bla-bla. ¿Bla-bla-bla? Sí, bla-bla-bla. ¡Oh!, dijo Lila levantando las cejas y mirando su mano. Pues muchas gracias señora, y haciendo mil reverencias salió de ahí. Se despidió de los caballitos de mar y una vez en la calle se echó a correr. Vieja loca, ¿cómo se atreve a decir que mi vida cambiará? Esa tarde Lila cruzó los mismos jardines, las mismas avenidas de siempre. De pronto se sintió distinta, como si la madera de su alma cobrara vida; marioneta resucitando en el desván de los juguetes. Alguien la miraba. Alguien la había estado mirando toda la vida. ¿Alguna vez tuve aureola?, ¿alguna vez tuve alas? ¡Qué extraño momento para experimentar el satori!, pensó. Entonces sus ojos se toparon con los ojos de Wozzek quien desde el otro lado del universo, del otro lado de la calle y detrás del cristal de la tienda de mascotas brincaba como loco y movía su pequeño rabo. Lila no escuchó los ladridos: sus oídos zumbaban y kundalini le mordisqueaba el corazón mientras corría, mientras cruzaba la fantasmal corte de claxonazos, frenones y mentadas de madre. Llegar a la banqueta, ver un nebuloso rostro reflejado en el vidrio, y del otro lado del vidrio la brillante nariz de Wozzek, quien haciendo uso de polvos telepáticos decía en silencio: Mamá, Mamá, Mamá. Quédate conmigo, quédate conmigo. Las palomas y canarios de la tienda se pusieron tristes. Un topo recuperó la vista. Marichu movió sus alas de ángel muy despacio y el General interrumpió la cuarta paja de la tarde. Todos miraron a Wozzek. Todos comprendieron que a partir de ese momento lo habían perdido para siempre. Sólo quedaba un pequeño problema por resolver: Lila no tenía dinero. Había empeñado su reloj para comprar lienzos, y el último sueldo de sus clases se lo había gastado en discos de los Legendary Pink Dots. No te muevas de aquí, amor mío. Esta noche vendré a sacarte de tu cárcel. Viviremos juntos, mi vida, siempre juntos. ¡Guau! exclamó Wozzek. Desde su guarida, Enid miraba la escena en una bola de cristal.
Inútil describir la Operación Rescate. Baste decir que Lila se descubrió habilidades nunca imaginadas. Soy experta en ganzúas, cerrojos y sierras. Cosas de la reencarnación, pensó; tal vez en mi vida anterior fui ratero. Para Giovanni no fue difícil aceptar la pérdida de su cachorrito. Al día siguiente, mientras trataba de reparar los destrozos hechos por Lila al llevarse a Wozzek, recibió un telegrama: MURIÓ TATARABUELA/ HEREDÓTE TODOS NEGOCIOS/ VEN CUANTO ANTES/ Y así, la tienda de mascotas se convertiría en un arca de Noé rumbo a la madre Italia. Giovanni imaginó a Omar y a Marichu tirados en cubierta, con lentes oscuros y sendos martinis en las alas; al General con su uniforme de general listo para gritar ¡Tierra a la vista!; a Don Pulpo atado al ancla, diciendo Mierda mierda mierda mierda, mientras depositaba sus tentáculos a plazo fijo en los bancos de coral. Todos felices en busca de un nuevo sol. Todos menos Wozzek quien corría junto a Lila, con la lengua de fuera y un arcoiris en la mirada. ¡Vamos perrito! Tenemos que darle tres vueltas al Parque Hundido. ¡Guau! hacia adentro. ¡Guau! para toda la vida. Todo era plenitud. Sin embargo, escrito está en los antiguos textos: los romances que comienzan con un flechazo, rara vez sobreviven.
Wozzek fue muy bien recibido en el hogar de Lila. Yo soy pintora, pin-to-ra. Estos son mis cuadros. ¡Guau guau! Claro que sí. Mira, este es tu plato; estas se llaman croquetas, cro-que-tas. Este es el espejo, y esa cosa negra que te mira, ¡eres tú¡ Lila se quedó seria; Wozzek, si alguna vez alguien intenta escaparse del espejo, le arrancas el corazón de un mordisco. Sin piedad ¿me entiendes? Después: la sonrisa. Ven Wozzek, esta es mi colección de música. Principalmente tengo... quise decir, tenemos, óperas y rock subterráneo. Te voy a pedir que por favor. Y Wozzek miraba todo. La vida existe, es cierto. Estoy vivo, y esta mujer es mi madrehermanamantenovia y me ama. ¡Guau! Cómo me ama. Lila organizó un bautizo para su nuevo amor; invitó a sus amigos poetas, pintores y homosexuales. Desde hoy, Wozzek Emiliano Serafín Patricio te llamarás, dijo un sacerdote barbudo, panzón y absolutamente borracho, mientras Wozzek se comía las botanas de cangrejo. Esa noche, la guarapeta terminó en Garibaldi, todos abrazados y vomitados cantando corridos tequileros. Debajo del sombrero de un mariachi, Wozzek aulló como lobo en luna llena. Al día siguiente, madre y perro compartían la misma cruda. Nunca más volverían a asomarse por el espejo Rosencratz y Guildenstern: Lila ya no estaba sola.
La individualidad de Wozzek comenzó a germinar: primero fue una minúscula canica incolora, luego una esfera que con destellos celestes rodeaba al perro y sus cosquillas. Lila lo pintó en diferentes posiciones. Lo disfrazó de niña y le puso pestañas postizas. Le enseñó a comer con cubiertos y a no pedorrearse en voz alta. A veces Wozzek se tomaba el agua del retrete y Lila le pegaba con un periódico. Niño malo ¡eso no!, ¡eso no! Un día se comió un libro de Orson Scott Card, y Ender, el héroe de la historia, vivió una aventura demoníaca y pestilente en las tripas del perro. Cuando Lila se iba a dar sus clases, Wozzek se quedaba solo. No sabía qué hacer con su individualidad. Escuchaba discos de jazz desquiciante a todo volumen y los vecinos gritaban, o escarbaba los cajones del ropero, transformando el departamento en un multicolor carnaval de calzones y brasieres. Pasó el tiempo, las ausencias de Lila eran cada vez más largas. Adiós perrito, pórtate bien; ahí te dejo unos discos programados para que no te aburras. ¡Guau! Lila se colgó su morral, guardó las llaves y antes de salir le mandó besitos a Wozzek con la punta de un dedo. Tan pronto como se oyó el slam de la puerta exterior del edificio, Wozzek corrió hacia el espejo. Ahí estaba su imagen reflejada: ya no era el dulce cachorro de los tiempos de Giovanni, ahora era un perro fuerte y con cara de tonto. ¡Guau! dijeron a la vez Wozzek y el perro del espejo. Nunca nunca nunca se te ocurra entrar al espejo, del otro lado hay cosas horribles; le había dicho Lila una noche. Pero Wozzek era un perro individual, así que retrocedió para tomar vuelo, se arrojó, y en un instante estuvo del otro lado. El departamento paralelo era exactamente igual al suyo: los mismos sillones maltratados, los mismos trastes sucios en la mesa del comedor, las mismas pinturas enormes en las paredes. Hasta el disco de los Pelican Daughters que sonaba en el aparato era el mismo. Wozzek se asomó a la cocina: la misma cocina. Se asomó a las recámaras: las mismas recámaras. ¡Qué aburrido! ¿Dónde estaban las cosas horribles que le había prometido Lila? En eso volteó hacia el espejo y se quedó estupefacto: su imagen había desaparecido. El espejo lo reflejaba solamente cuando estaba en el mundo de los vivos. Se oyó un clic en los rincones. Wozzek recordó el cuento de Cortázar que Lila le había leído la tarde anterior, ¡En la madre! Han tomado las recámaras; y horrorizado regresó por donde había venido. Esa noche, mientras Lila pintaba monstruos, Wozzek dormía. De pronto su individualidad se esponjó hasta abarcar toda la habitación. Aunque seguía siendo una individualidad hermosa, ahora tenía cierto tinte terrorífico apenas perceptible. Entonces Lila, en un insólito trance de ojos desorbitados y manos temblorosas, usó los colores más asesinos para colorear. En su mente había neblina morada, los decadentes teclados de Death in June sonaban a todo volumen. ¡Maldito monstruo de alas verdes y pito azul; mira lo que hago contigo! Y en lugar de usar pinceles, Lila pintó con las manos, embarrando auras de fealdad y desolación en su cuadro. Wozzek despertó. En un instante su individualidad se redujo al tamaño de un garbanzo, y Lila se talló los ojos como regresando de un sueño lodoso. Vio el cuadro a medio acabar. No sé qué me pasa, cada vez pinto peor. En fin, suspiró. Vente Wozzek, vamos a dar un paseo; pero antes, un vasito de leche para purificar el alma. ¡Guau!
La segunda vez que Wozzek cruzó el espejo se encontró a Rosencratz sentado en un sillón. Sus ropas eran harapos, tenía los ojos cerrados y una maltratada barba de apóstol. Hola perro estúpido, ¿qué hay de nuevo?, dijo el extraño sin abrir los ojos. Conque ahora eres tú el amor de Lila ¿eh? Antes fui yo, y antes de mí fue Guildenstern... ¿Te digo una cosa? De este lado viven los Hombres Poder. Fueron ellos quienes devoraron a Guildenstern. ¿Guau? Tal cómo lo oyes; si Lila se entera se va a poner muy triste. ¡Pobre Guildenstern! Traté de salvarlo, pero las mandíbulas de los Hombres Poder son indestructibles. Lo único que pude rescatar del sangriento festín fue esto: ¡mira! Y Rosencratz sacó de su costal una mano verde y reseca. En ese instante, la individualidad de Wozzek despertó, afilándole los colmillos y la mirada. El aura que irradiaba la mano, era igual a los colores del cuadro que pintaba Lila. ¡Guau!, gritó Wozzek. De un veloz mordisco le arrebató la mano a Rosencratz y corrió hacia el espejo. ¡Espérate pinche perro! Tú no puedes ha/... Cuando Wozzek estuvo del otro lado, el espejo sólo reflejaba a un perro negro con una mano verde en el hocico. Más atrás, el sillón estaba tan vacío como el trono de un rey decapitado. Wozzek escondió la mano detrás del buró de Lila. Sabía que ella nunca la iba a encontrar ahí.
Lila comenzó a tener pesadillas. Sus sueños eran un laberinto de carne cruda, una monstruosa guerra entre juguetes y perros deformes. ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí?, preguntaba Lila al despertar, mientras Wozzek le lamía las manos y la cara. Por las tardes Lila se iba a la escuela sin comer ni maquillarse. Zombi cruzaba las calles, la gente se hacía a un lado para dejarla pasar, y en el salón de clases sus alumnos murmuraban cuando ella repetía su cátedra con la mirada fija en quién sabe qué visiones. En casa, los pinceles y los óleos se llenaron de telarañas; las cucarachas fundaron ciudades en los trastes sucios que se amontonaban en la cocina y el comedor. Lila conversaba con las negras y escandalosas risas que de pronto salían de los lugares más inverosímiles: la azucarera, el botiquín, un zapato volcado debajo de la cama. Wozzek dejó de ladrar; dormía todo el tiempo, y su individualidad se convirtió en un cascarón ceniciento y agrietado que lo apartaba del mundo. La mano de Guildenstern seguía inmóvil detrás del buró.
Veo fuerzas oscuras invadiendo tu casa, dijo Enid. Mira: éste es el Diablo, junto a él está el Mago de cabeza, seguido del diez de espadas. Tiene que ver con algún amor destructivo de tu pasado reciente. ¿Te dice algo? Mmmmmmm... No, la verdad no; contestó Lila acariciándose el mentón. Tenía las ojeras muy marcadas, los anillos le quedaban flojos. ¿Las puedes tirar de nuevo? Las manos de Enid se movían como palomas; detrás de ella, siete velas proyectaban siniestras sombras en los muros. Extendió las cartas y las fue volteando una por una: las figuras habían desaparecido. Enid se sobresaltó. ¡No puede ser!, dijo; ¡Se han borrado! Estamos frente a una fuerza muy grande. Pero ¿quién?, ¿qué fuerza?, preguntó Lila. No sé... ¡Mira¡ Esta es la posición del Desenlace, es la única carta que no se borró. ¿Qué es? Un príncipe, el Principe de espadas: significa que un hombre se va a aparecer en tu vida, aunque necesitaría que las otras cartas fueran visibles para saber bajo qué circunstancias. Lila cerró los ojos, algo zumbaba en los calabozos de su corazón. Gracias Enid, ¿cuánto te debo? No me debes nada; pero tendrás que dibujarme un tarot nuevo, éste ya no sirve. Toma, quédate con el príncipe. Lila guardó la carta en su morral, abrazó a Enid y salió de prisa: el dique de sus ojos estaba a punto de romperse. Enormes mantarrayas grises se retorcían encima de la ciudad. Cuando cayeron las primeras gotas de lluvia, el llanto se adueñó de Lila como un diluvio purificador. En su departamento, detrás del buró, la mano de Guildenstern movió los dedos muy despacio.
Esa noche, Lila tuvo un sueño: tres bestiales seres azules, sentados en sus rojos tronos de reses muertas. Estaban completamente inmóviles, usaban lentes oscuros y tenían dos bocas, una encima de otra. Eran los Hombres Poder. Sus dedos, gruesos como sandías, estaban llenos de anillos, y encima de sus coronas de plástico revoloteaban varios cuervos con cabezas humanas. Las seis bocas comenzaron a hablar al mismo tiempo: los tonos de las voces no diferían ni una octava. ¡No quieras engañarnos Lila! Nadie puede retacar los hoyos del pasado con ladridos. ¡Regresa al Espejo lo que al Espejo pertenece! Lila despertó temblando y con el corazón a mil por hora. Los ácidos coros de los Teenage Filmstars llenaban la habitación y Wozzek la miraba con los ojos muy abiertos. ¡El espejo!, gritó Lila; ¡Hay que romper el espejo! Entonces la mano de Guildenstern salió volando de su escondite y se apoderó de la garganta de Lila. En las paredes las pinturas comenzaron a balancearse. El espejo ondulaba como la superficie de un charco después de la piedra. La mano apretaba apretaba apretaba, y no dejaría de hacerlo por más que Lila le clavara las uñas en el dorso. Wozzek, enloquecido, ladró como nunca; su individualidad estaba a punto de resquebrajarse en mil pedazos. El rostro de Lila fue blanco, rojo, violeta; una neblina de trapo empañó su mirada y los camaleones del pasado acudieron en tropel a su memoria: recordó el pay de manzana que hacía abuelita, su primer borrachera, la sonrisa fantasma de Rosencratz; recordó las suaves manos de Guildenstern desvistiéndola... Lila perdió el conocimiento.
Abrió los ojos. El aire entraba en sus pulmones como un bálsamo inventado por ángeles. Estaba en su cama, a su lado Wozzek dormía tranquilo. De pronto oyó ruidos en el comedor, pasos que se acercaban. ¿Quién anda ahí?, gritó aterrada. No te asustes Lila, dijo la voz; después de la voz apareció el rostro. Soy Elidir, te acabo de salvar la vida. Era él. El mismo rostro, la misma vestimenta: el Príncipe de espadas de la carta de tarot que Enid le había regalado. El espejo está roto, dijo Elidir; tu pasado no volverá a molestarte. Extendió su sable hacia Lila: en la punta, como una tarántula disecada, estaba la mano de Guildenstern. ¿Eso salió del espejo?, preguntó Lila. Bueno, no precisamente, tu perro la trajo del otro lado. Pero no te preocupes, ya todo está bien. ¿Quieres un té?
Elidir era el nuevo vecino del departamento de abajo, quien al escuchar los ladridos de Wozzek y el escándalo, subió a pedir que por piedad lo dejaran dormir un poco. Como nadie le abría, imaginó que algo raro estaba sucediendo, un violento robo tal vez, y regresó por su poderoso sable; Elidir era maestro de esgrima. El resto fue cuestión de segundos: abrir la puerta de una patada, ensartar la mano con el sable, darle a Lila respiración de boca a boca y luego romper ese espejo de donde unos seres terribles y voluminosos intentaban escaparse. Desde ese día, Lila y Elidir se hicieron amigos. Juntos iban al cine y al teatro. Por las tardes, mientras Lila daba sus clases, Elidir se quedaba en casa lavando los trastes, o iba al supermercado a conseguir ingredientes para preparar ensaladas exóticas. Poco a poco, Lila fue olvidando a los Hombres Poder y la maldición del espejo. Los besos de Elidir borraron los últimos recuerdos de Rosencratz y Guildenstern.
Lila comenzó a pintar como nunca. Su nuevo modelo apareció como un héroe medieval en todos sus cuadros, y a Lila le llovían invitaciones para exponer en las galería más importantes de la ciudad. Llegó la fama y la fortuna. Llegó el amor, el verdadero amor. Elidir llevó todas sus cosas al departamento de Lila, no tenía caso seguir pagando dos rentas. Lila y Elidir veían el futuro como un bosque de cristal habitado por hadas, elfos y unicornios, donde todo era luz.
Entonces murió Wozzek.
Desde la noche en que Elidir hizo su heroica aparición, la individualidad de Wozzek se convirtió en una dura coraza. A veces comía, a veces no. La mayor parte del tiempo se la pasaba dormido. Lila dejó de hablarle; ya no hubo paseos por el Parque Hundido, ni noches de risas y música. Todas las atenciones de Lila eran para ese niño bonito salido de una baraja. Así, una tarde de abril, Wozzek murió de tristeza encima de sus almohadones floreados. Desde el tocadiscos, Tuxedomoon desenredaba lentas marchas fúnebres. Por la noche Lila y Elidir regresaron con sus antifaces psicodélicos y el cabello lleno de confeti: miraron al perro como si fuera parte de la decoración y se encerraron con llave. Dos días después, cuando ya las moscas exploraban los orificios de Wozzek, Lila se agachó a acariciarlo ¿Wozzek? ¿Qué tiene mi perrito? No no no... ¡Despierta Wozzek! ¡Nooooo! Wozzek fue enterrado sin ceremonias en el Panteón de las Lamentaciones; Lila lloró una semana seguida. Sin embargo, los luminosos brazos de Elidir lograron consolarla. Compraremos otra mascota, vida mía; ¿qué tal un periquito australiano? Ya no llores, me parte el corazón verte así. Y Lila se resignó a la pérdida de su amado perro. Pintó un cuadro enorme donde Wozzek aparecía de cachorro, sonriendo, rodeado de ángeles y de nubes.
Pasó el tiempo. A Elidir le iba muy bien con sus clases de esgrima. Lila ganó varios premios, y se fueron a Europa a celebrar. Cuando regresaron, Lila recordó a Enid y decidió visitarla. Aquel extraño local donde antes se leía el Tarot y se adivinaba la suerte, era ahora un salón de belleza: nadie supo dar informes sobre el nuevo domicilio de Enid. En vísperas de navidad Lila y Elidir se mudaron a una casa muy grande y llena de luz. Este cuarto será tu estudio de pintura, pondremos macetas en todos los rincones; aquí habrá un piano blanco como el de Lennon, y viviremos felices para siempre. Colocaron un hermoso arbolito repleto de luces y esferas. Prepararon pavos y pasteles. Entonces Lila le dio la buena noticia a Elidir: ¿Sabes una cosa mi amor? Estoy embarazada. Elidir la abrazó y dieron muchas vueltas. ¡Un hijo un hijo un hijo un hijo¡ Será precioso; tendrá mis ojos y tu sonrisa. Ojalá sea un hombrecito.
Pero no era un hombrecito lo que crecía en el vientre de Lila. Wozzek había decidido regresar. Ya se estaban formando los pequeños dedos de sus patas y su rabo. Sus orejitas de perro medían medio centímetro y su hocico de perro era del tamaño de una almendra. En el diminuto corazón de Wozzek, su individualidad era un grano de azúcar. Esta vez sí recordaba su vida anterior.
de Ricardo Bernal (ciudad de México, 1962)
No recordaba su vida anterior. Tal vez los ruidos, tal vez el impacto de luz más allá de los párpados, y sobre todo el aroma dulzón del protoplasma: ya se sabe que la memoria de un perro está en el olfato. Wozzek nació en una tienda de mascotas junto con otros tres cachorritos. Su perra madre murió al día siguiente y Giovanni, el redondo dueño de la tienda, los llevó a la jaula de cuidados intensivos para que sobrevivieran. Qué hermoso eres, cachorrito, pensó Giovanni en italiano, y metió a Wozzek en un viejo calcetín de cuadros azules, arrullándolo un poco. El perrito se acurrucó y quiso saber qué pasaba, pero su pequeño cerebro desconocía los mecanismos del pensamiento, así que se quedó dormido. Martes, miércoles, jueves, viernes; Giovanni cantaba óperas gangsteriles, y les daba su mamila a Wozzek y sus hermanos. Las paredes de la trastienda estaban pintadas de verde para tranquilizar los nervios de sus habitantes. Además de perros, gatos, canarios y peces, había un pulpo marino que todo el tiempo palpaba las paredes de la tina donde vivía, buscando una grieta por donde escapar. No había cebras, pero estaba el General, un ridículo mono araña importado de Veracruz. No había canguros, pero sí un par de conejos grises y fornicadores que no pensaban en otra cosa. También estaba Marichu, la guacamaya más hermosa del mundo, el zopilote Omar, y Efraín, el búho tuerto que todos creyeron disecado, hasta el día en que se fue volando tan tranquilo por la puerta. Las anécdotas de todos estos personajes fueron los primeros recuerdos de Wozzek, quien a las pocas semanas de nacido vivía ya en una de las jaulas colocadas frente al aparador: Giovanni quería vender sus perros finos cuánto antes, necesitaba dinero para volar a Roma, y decirle adiós a su moribunda tatarabuela. Wozzek, como buen perro que era, se dedicaba a dormir, comer y cagar. Algunas veces alzaba sus orejas de ratón y miraba a los extraños seres que lo señalaban desde el otro lado del cristal: Mira mamá qué bonita rata; No es rata m´hijo, es un perrito; Mira mamá que feo perrito. ¡Guau! Esa fue la primer palabra que Wozzek aprendió, la única, a decir verdad. En ella se resumía todo el conocimiento, toda la percepción que puede tener de la vida un cachorrito huérfano. Afuera de la tienda los seres extraños pasaban, y también pasaban los días y las noches. Soles, lunas, nubes, carros de bombero, coloridos desfiles, asaltos sangrientos, Wozzek miraba todo con ojos azorados. Existe la vida, es cierto. Existimos. Plumas, colmillos, sonrisas; en la tienda de mascotas las reglas eran muy simples: comer, jugar, escandalizar. A veces el precio era un pececito menos, una mordida infectada. ¡Guau! Todos somos iguales en este ordenado caos. Pero Wozzek ignoraba que en sus adentros había una semilla de luz: su individualidad. Una individualidad que necesitaba crecer sublime y esférica; algo imposible en medio de tantos gritos, aullidos, maullidos y ladridos. Algo imposible en medio de los pleitos, los insultos de Marichu, las discusiones por el plátano que el General le embarró en el culo a Giovanni, por la cena engusanada de Omar, o por la lluvia de alpiste que cayó en la tina de Don Pulpo, haciéndolo lanzar maldiciones oceánicas a diestra y siniestra. Y Wozzek abría sus ojos enormes. Su individualidad necesitaba con urgencia otro lugar para crecer. Wozzek, como todo perro fino, necesitaba un hogar donde vivir.
Lila estaba sola. Había estado sola toda su vida, pero tan solo ahora, a sus 24 años se daba cuenta, y la soledad le pesaba como una barra de plomo en el corazón. Escapada del rigor militar que infectaba su casa materna, Lila había rentado un decrépito departamento donde podía preparar sus clases de historia del arte y pintar sus extraños y codiciados cuadros sin ningún tipo de interrupciones. Sin embargo, sus días eran largos, iguales, desabridos; a Lila le parecía que la existencia era un tren de vagones aburridos y eternamente vacíos. Los últimos dos amores de su vida, Rosencratz y Guildenstern, habían huido por el espejo y vivían muertos del otro lado, dedicándose a los asuntos que le corresponden a todo aquél que huye por el espejo. Lila bebía café negro y ponía sin descanso sus viejos discos de los Residents mientras calificaba tareas o dibujaba. Cuando miraba el espejo, ya casi nunca encontraba en él a Guildenstern con su sonrisa de niño dios, tarareando rolas de Marillion; ni a Rosencratz colgado de un candil, y usando humito de colores para pintar un paisaje del Amazonas, acompañado de su inseparable Barbie, esa perra. Lila recorría las calles bajo la lluvia. Buscaba tréboles de cuatro hojas debajo de los puentes, colocaba bombas imaginarias en los templos de la colonia Condesa, o marcaba teléfonos descompuestos hasta que algún ángel piadoso le contestaba. Lila estaba sola. Por las noches se encerraba en su departamento donde escribía desolados cuentos de ciencia ficción, o cartas de amor cucaracha sin posdata ni firma. Una tarde, en uno de sus paseos, Lila pasó frente a una puerta ovalada con un letrero:
ENID, ADIVINA. TAROT Y OTRAS ARTES.PRECIOS MODICOS. PASE USTED.
Tratando de no burlarse de sí misma empujó la puerta y entró a un pasillo angosto como sarcófago, en cuyo final retozaba una escalera de caracol. ¡Alto ahí!, dijo Lila, y la escalera se quedó quieta. Cielo e Infierno; hay una tempestad entre mis dos hemisferios, pensó y comenzó a subir entre nubes rosadas y caballitos de mar. Después de quinientos escalones llegó a un diminuto salón donde había una mesa y detrás de la mesa una sonriente luna llena. Hola muñeca, ¿cómo te llamas? Lila. Mucho gusto, yo soy Enid; ¿quieres que te lea la mano? Pero no tengo dinero. No importa, me darás un porcentaje de tu suerte, esa será suficiente paga. Lila se sentó extendiendo su mano izquierda hacia Enid. Por lo maltratado de tus uñas puedo adivinar que eres albañil. Ni madres, soy pintora y escultora. Perdón, ¡mira! Aquí dice que muy pronto tu vida cambiará; además bla-bla-bla. ¿Bla-bla-bla? Sí, bla-bla-bla. ¡Oh!, dijo Lila levantando las cejas y mirando su mano. Pues muchas gracias señora, y haciendo mil reverencias salió de ahí. Se despidió de los caballitos de mar y una vez en la calle se echó a correr. Vieja loca, ¿cómo se atreve a decir que mi vida cambiará? Esa tarde Lila cruzó los mismos jardines, las mismas avenidas de siempre. De pronto se sintió distinta, como si la madera de su alma cobrara vida; marioneta resucitando en el desván de los juguetes. Alguien la miraba. Alguien la había estado mirando toda la vida. ¿Alguna vez tuve aureola?, ¿alguna vez tuve alas? ¡Qué extraño momento para experimentar el satori!, pensó. Entonces sus ojos se toparon con los ojos de Wozzek quien desde el otro lado del universo, del otro lado de la calle y detrás del cristal de la tienda de mascotas brincaba como loco y movía su pequeño rabo. Lila no escuchó los ladridos: sus oídos zumbaban y kundalini le mordisqueaba el corazón mientras corría, mientras cruzaba la fantasmal corte de claxonazos, frenones y mentadas de madre. Llegar a la banqueta, ver un nebuloso rostro reflejado en el vidrio, y del otro lado del vidrio la brillante nariz de Wozzek, quien haciendo uso de polvos telepáticos decía en silencio: Mamá, Mamá, Mamá. Quédate conmigo, quédate conmigo. Las palomas y canarios de la tienda se pusieron tristes. Un topo recuperó la vista. Marichu movió sus alas de ángel muy despacio y el General interrumpió la cuarta paja de la tarde. Todos miraron a Wozzek. Todos comprendieron que a partir de ese momento lo habían perdido para siempre. Sólo quedaba un pequeño problema por resolver: Lila no tenía dinero. Había empeñado su reloj para comprar lienzos, y el último sueldo de sus clases se lo había gastado en discos de los Legendary Pink Dots. No te muevas de aquí, amor mío. Esta noche vendré a sacarte de tu cárcel. Viviremos juntos, mi vida, siempre juntos. ¡Guau! exclamó Wozzek. Desde su guarida, Enid miraba la escena en una bola de cristal.
Inútil describir la Operación Rescate. Baste decir que Lila se descubrió habilidades nunca imaginadas. Soy experta en ganzúas, cerrojos y sierras. Cosas de la reencarnación, pensó; tal vez en mi vida anterior fui ratero. Para Giovanni no fue difícil aceptar la pérdida de su cachorrito. Al día siguiente, mientras trataba de reparar los destrozos hechos por Lila al llevarse a Wozzek, recibió un telegrama: MURIÓ TATARABUELA/ HEREDÓTE TODOS NEGOCIOS/ VEN CUANTO ANTES/ Y así, la tienda de mascotas se convertiría en un arca de Noé rumbo a la madre Italia. Giovanni imaginó a Omar y a Marichu tirados en cubierta, con lentes oscuros y sendos martinis en las alas; al General con su uniforme de general listo para gritar ¡Tierra a la vista!; a Don Pulpo atado al ancla, diciendo Mierda mierda mierda mierda, mientras depositaba sus tentáculos a plazo fijo en los bancos de coral. Todos felices en busca de un nuevo sol. Todos menos Wozzek quien corría junto a Lila, con la lengua de fuera y un arcoiris en la mirada. ¡Vamos perrito! Tenemos que darle tres vueltas al Parque Hundido. ¡Guau! hacia adentro. ¡Guau! para toda la vida. Todo era plenitud. Sin embargo, escrito está en los antiguos textos: los romances que comienzan con un flechazo, rara vez sobreviven.
Wozzek fue muy bien recibido en el hogar de Lila. Yo soy pintora, pin-to-ra. Estos son mis cuadros. ¡Guau guau! Claro que sí. Mira, este es tu plato; estas se llaman croquetas, cro-que-tas. Este es el espejo, y esa cosa negra que te mira, ¡eres tú¡ Lila se quedó seria; Wozzek, si alguna vez alguien intenta escaparse del espejo, le arrancas el corazón de un mordisco. Sin piedad ¿me entiendes? Después: la sonrisa. Ven Wozzek, esta es mi colección de música. Principalmente tengo... quise decir, tenemos, óperas y rock subterráneo. Te voy a pedir que por favor. Y Wozzek miraba todo. La vida existe, es cierto. Estoy vivo, y esta mujer es mi madrehermanamantenovia y me ama. ¡Guau! Cómo me ama. Lila organizó un bautizo para su nuevo amor; invitó a sus amigos poetas, pintores y homosexuales. Desde hoy, Wozzek Emiliano Serafín Patricio te llamarás, dijo un sacerdote barbudo, panzón y absolutamente borracho, mientras Wozzek se comía las botanas de cangrejo. Esa noche, la guarapeta terminó en Garibaldi, todos abrazados y vomitados cantando corridos tequileros. Debajo del sombrero de un mariachi, Wozzek aulló como lobo en luna llena. Al día siguiente, madre y perro compartían la misma cruda. Nunca más volverían a asomarse por el espejo Rosencratz y Guildenstern: Lila ya no estaba sola.
La individualidad de Wozzek comenzó a germinar: primero fue una minúscula canica incolora, luego una esfera que con destellos celestes rodeaba al perro y sus cosquillas. Lila lo pintó en diferentes posiciones. Lo disfrazó de niña y le puso pestañas postizas. Le enseñó a comer con cubiertos y a no pedorrearse en voz alta. A veces Wozzek se tomaba el agua del retrete y Lila le pegaba con un periódico. Niño malo ¡eso no!, ¡eso no! Un día se comió un libro de Orson Scott Card, y Ender, el héroe de la historia, vivió una aventura demoníaca y pestilente en las tripas del perro. Cuando Lila se iba a dar sus clases, Wozzek se quedaba solo. No sabía qué hacer con su individualidad. Escuchaba discos de jazz desquiciante a todo volumen y los vecinos gritaban, o escarbaba los cajones del ropero, transformando el departamento en un multicolor carnaval de calzones y brasieres. Pasó el tiempo, las ausencias de Lila eran cada vez más largas. Adiós perrito, pórtate bien; ahí te dejo unos discos programados para que no te aburras. ¡Guau! Lila se colgó su morral, guardó las llaves y antes de salir le mandó besitos a Wozzek con la punta de un dedo. Tan pronto como se oyó el slam de la puerta exterior del edificio, Wozzek corrió hacia el espejo. Ahí estaba su imagen reflejada: ya no era el dulce cachorro de los tiempos de Giovanni, ahora era un perro fuerte y con cara de tonto. ¡Guau! dijeron a la vez Wozzek y el perro del espejo. Nunca nunca nunca se te ocurra entrar al espejo, del otro lado hay cosas horribles; le había dicho Lila una noche. Pero Wozzek era un perro individual, así que retrocedió para tomar vuelo, se arrojó, y en un instante estuvo del otro lado. El departamento paralelo era exactamente igual al suyo: los mismos sillones maltratados, los mismos trastes sucios en la mesa del comedor, las mismas pinturas enormes en las paredes. Hasta el disco de los Pelican Daughters que sonaba en el aparato era el mismo. Wozzek se asomó a la cocina: la misma cocina. Se asomó a las recámaras: las mismas recámaras. ¡Qué aburrido! ¿Dónde estaban las cosas horribles que le había prometido Lila? En eso volteó hacia el espejo y se quedó estupefacto: su imagen había desaparecido. El espejo lo reflejaba solamente cuando estaba en el mundo de los vivos. Se oyó un clic en los rincones. Wozzek recordó el cuento de Cortázar que Lila le había leído la tarde anterior, ¡En la madre! Han tomado las recámaras; y horrorizado regresó por donde había venido. Esa noche, mientras Lila pintaba monstruos, Wozzek dormía. De pronto su individualidad se esponjó hasta abarcar toda la habitación. Aunque seguía siendo una individualidad hermosa, ahora tenía cierto tinte terrorífico apenas perceptible. Entonces Lila, en un insólito trance de ojos desorbitados y manos temblorosas, usó los colores más asesinos para colorear. En su mente había neblina morada, los decadentes teclados de Death in June sonaban a todo volumen. ¡Maldito monstruo de alas verdes y pito azul; mira lo que hago contigo! Y en lugar de usar pinceles, Lila pintó con las manos, embarrando auras de fealdad y desolación en su cuadro. Wozzek despertó. En un instante su individualidad se redujo al tamaño de un garbanzo, y Lila se talló los ojos como regresando de un sueño lodoso. Vio el cuadro a medio acabar. No sé qué me pasa, cada vez pinto peor. En fin, suspiró. Vente Wozzek, vamos a dar un paseo; pero antes, un vasito de leche para purificar el alma. ¡Guau!
La segunda vez que Wozzek cruzó el espejo se encontró a Rosencratz sentado en un sillón. Sus ropas eran harapos, tenía los ojos cerrados y una maltratada barba de apóstol. Hola perro estúpido, ¿qué hay de nuevo?, dijo el extraño sin abrir los ojos. Conque ahora eres tú el amor de Lila ¿eh? Antes fui yo, y antes de mí fue Guildenstern... ¿Te digo una cosa? De este lado viven los Hombres Poder. Fueron ellos quienes devoraron a Guildenstern. ¿Guau? Tal cómo lo oyes; si Lila se entera se va a poner muy triste. ¡Pobre Guildenstern! Traté de salvarlo, pero las mandíbulas de los Hombres Poder son indestructibles. Lo único que pude rescatar del sangriento festín fue esto: ¡mira! Y Rosencratz sacó de su costal una mano verde y reseca. En ese instante, la individualidad de Wozzek despertó, afilándole los colmillos y la mirada. El aura que irradiaba la mano, era igual a los colores del cuadro que pintaba Lila. ¡Guau!, gritó Wozzek. De un veloz mordisco le arrebató la mano a Rosencratz y corrió hacia el espejo. ¡Espérate pinche perro! Tú no puedes ha/... Cuando Wozzek estuvo del otro lado, el espejo sólo reflejaba a un perro negro con una mano verde en el hocico. Más atrás, el sillón estaba tan vacío como el trono de un rey decapitado. Wozzek escondió la mano detrás del buró de Lila. Sabía que ella nunca la iba a encontrar ahí.
Lila comenzó a tener pesadillas. Sus sueños eran un laberinto de carne cruda, una monstruosa guerra entre juguetes y perros deformes. ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí?, preguntaba Lila al despertar, mientras Wozzek le lamía las manos y la cara. Por las tardes Lila se iba a la escuela sin comer ni maquillarse. Zombi cruzaba las calles, la gente se hacía a un lado para dejarla pasar, y en el salón de clases sus alumnos murmuraban cuando ella repetía su cátedra con la mirada fija en quién sabe qué visiones. En casa, los pinceles y los óleos se llenaron de telarañas; las cucarachas fundaron ciudades en los trastes sucios que se amontonaban en la cocina y el comedor. Lila conversaba con las negras y escandalosas risas que de pronto salían de los lugares más inverosímiles: la azucarera, el botiquín, un zapato volcado debajo de la cama. Wozzek dejó de ladrar; dormía todo el tiempo, y su individualidad se convirtió en un cascarón ceniciento y agrietado que lo apartaba del mundo. La mano de Guildenstern seguía inmóvil detrás del buró.
Veo fuerzas oscuras invadiendo tu casa, dijo Enid. Mira: éste es el Diablo, junto a él está el Mago de cabeza, seguido del diez de espadas. Tiene que ver con algún amor destructivo de tu pasado reciente. ¿Te dice algo? Mmmmmmm... No, la verdad no; contestó Lila acariciándose el mentón. Tenía las ojeras muy marcadas, los anillos le quedaban flojos. ¿Las puedes tirar de nuevo? Las manos de Enid se movían como palomas; detrás de ella, siete velas proyectaban siniestras sombras en los muros. Extendió las cartas y las fue volteando una por una: las figuras habían desaparecido. Enid se sobresaltó. ¡No puede ser!, dijo; ¡Se han borrado! Estamos frente a una fuerza muy grande. Pero ¿quién?, ¿qué fuerza?, preguntó Lila. No sé... ¡Mira¡ Esta es la posición del Desenlace, es la única carta que no se borró. ¿Qué es? Un príncipe, el Principe de espadas: significa que un hombre se va a aparecer en tu vida, aunque necesitaría que las otras cartas fueran visibles para saber bajo qué circunstancias. Lila cerró los ojos, algo zumbaba en los calabozos de su corazón. Gracias Enid, ¿cuánto te debo? No me debes nada; pero tendrás que dibujarme un tarot nuevo, éste ya no sirve. Toma, quédate con el príncipe. Lila guardó la carta en su morral, abrazó a Enid y salió de prisa: el dique de sus ojos estaba a punto de romperse. Enormes mantarrayas grises se retorcían encima de la ciudad. Cuando cayeron las primeras gotas de lluvia, el llanto se adueñó de Lila como un diluvio purificador. En su departamento, detrás del buró, la mano de Guildenstern movió los dedos muy despacio.
Esa noche, Lila tuvo un sueño: tres bestiales seres azules, sentados en sus rojos tronos de reses muertas. Estaban completamente inmóviles, usaban lentes oscuros y tenían dos bocas, una encima de otra. Eran los Hombres Poder. Sus dedos, gruesos como sandías, estaban llenos de anillos, y encima de sus coronas de plástico revoloteaban varios cuervos con cabezas humanas. Las seis bocas comenzaron a hablar al mismo tiempo: los tonos de las voces no diferían ni una octava. ¡No quieras engañarnos Lila! Nadie puede retacar los hoyos del pasado con ladridos. ¡Regresa al Espejo lo que al Espejo pertenece! Lila despertó temblando y con el corazón a mil por hora. Los ácidos coros de los Teenage Filmstars llenaban la habitación y Wozzek la miraba con los ojos muy abiertos. ¡El espejo!, gritó Lila; ¡Hay que romper el espejo! Entonces la mano de Guildenstern salió volando de su escondite y se apoderó de la garganta de Lila. En las paredes las pinturas comenzaron a balancearse. El espejo ondulaba como la superficie de un charco después de la piedra. La mano apretaba apretaba apretaba, y no dejaría de hacerlo por más que Lila le clavara las uñas en el dorso. Wozzek, enloquecido, ladró como nunca; su individualidad estaba a punto de resquebrajarse en mil pedazos. El rostro de Lila fue blanco, rojo, violeta; una neblina de trapo empañó su mirada y los camaleones del pasado acudieron en tropel a su memoria: recordó el pay de manzana que hacía abuelita, su primer borrachera, la sonrisa fantasma de Rosencratz; recordó las suaves manos de Guildenstern desvistiéndola... Lila perdió el conocimiento.
Abrió los ojos. El aire entraba en sus pulmones como un bálsamo inventado por ángeles. Estaba en su cama, a su lado Wozzek dormía tranquilo. De pronto oyó ruidos en el comedor, pasos que se acercaban. ¿Quién anda ahí?, gritó aterrada. No te asustes Lila, dijo la voz; después de la voz apareció el rostro. Soy Elidir, te acabo de salvar la vida. Era él. El mismo rostro, la misma vestimenta: el Príncipe de espadas de la carta de tarot que Enid le había regalado. El espejo está roto, dijo Elidir; tu pasado no volverá a molestarte. Extendió su sable hacia Lila: en la punta, como una tarántula disecada, estaba la mano de Guildenstern. ¿Eso salió del espejo?, preguntó Lila. Bueno, no precisamente, tu perro la trajo del otro lado. Pero no te preocupes, ya todo está bien. ¿Quieres un té?
Elidir era el nuevo vecino del departamento de abajo, quien al escuchar los ladridos de Wozzek y el escándalo, subió a pedir que por piedad lo dejaran dormir un poco. Como nadie le abría, imaginó que algo raro estaba sucediendo, un violento robo tal vez, y regresó por su poderoso sable; Elidir era maestro de esgrima. El resto fue cuestión de segundos: abrir la puerta de una patada, ensartar la mano con el sable, darle a Lila respiración de boca a boca y luego romper ese espejo de donde unos seres terribles y voluminosos intentaban escaparse. Desde ese día, Lila y Elidir se hicieron amigos. Juntos iban al cine y al teatro. Por las tardes, mientras Lila daba sus clases, Elidir se quedaba en casa lavando los trastes, o iba al supermercado a conseguir ingredientes para preparar ensaladas exóticas. Poco a poco, Lila fue olvidando a los Hombres Poder y la maldición del espejo. Los besos de Elidir borraron los últimos recuerdos de Rosencratz y Guildenstern.
Lila comenzó a pintar como nunca. Su nuevo modelo apareció como un héroe medieval en todos sus cuadros, y a Lila le llovían invitaciones para exponer en las galería más importantes de la ciudad. Llegó la fama y la fortuna. Llegó el amor, el verdadero amor. Elidir llevó todas sus cosas al departamento de Lila, no tenía caso seguir pagando dos rentas. Lila y Elidir veían el futuro como un bosque de cristal habitado por hadas, elfos y unicornios, donde todo era luz.
Entonces murió Wozzek.
Desde la noche en que Elidir hizo su heroica aparición, la individualidad de Wozzek se convirtió en una dura coraza. A veces comía, a veces no. La mayor parte del tiempo se la pasaba dormido. Lila dejó de hablarle; ya no hubo paseos por el Parque Hundido, ni noches de risas y música. Todas las atenciones de Lila eran para ese niño bonito salido de una baraja. Así, una tarde de abril, Wozzek murió de tristeza encima de sus almohadones floreados. Desde el tocadiscos, Tuxedomoon desenredaba lentas marchas fúnebres. Por la noche Lila y Elidir regresaron con sus antifaces psicodélicos y el cabello lleno de confeti: miraron al perro como si fuera parte de la decoración y se encerraron con llave. Dos días después, cuando ya las moscas exploraban los orificios de Wozzek, Lila se agachó a acariciarlo ¿Wozzek? ¿Qué tiene mi perrito? No no no... ¡Despierta Wozzek! ¡Nooooo! Wozzek fue enterrado sin ceremonias en el Panteón de las Lamentaciones; Lila lloró una semana seguida. Sin embargo, los luminosos brazos de Elidir lograron consolarla. Compraremos otra mascota, vida mía; ¿qué tal un periquito australiano? Ya no llores, me parte el corazón verte así. Y Lila se resignó a la pérdida de su amado perro. Pintó un cuadro enorme donde Wozzek aparecía de cachorro, sonriendo, rodeado de ángeles y de nubes.
Pasó el tiempo. A Elidir le iba muy bien con sus clases de esgrima. Lila ganó varios premios, y se fueron a Europa a celebrar. Cuando regresaron, Lila recordó a Enid y decidió visitarla. Aquel extraño local donde antes se leía el Tarot y se adivinaba la suerte, era ahora un salón de belleza: nadie supo dar informes sobre el nuevo domicilio de Enid. En vísperas de navidad Lila y Elidir se mudaron a una casa muy grande y llena de luz. Este cuarto será tu estudio de pintura, pondremos macetas en todos los rincones; aquí habrá un piano blanco como el de Lennon, y viviremos felices para siempre. Colocaron un hermoso arbolito repleto de luces y esferas. Prepararon pavos y pasteles. Entonces Lila le dio la buena noticia a Elidir: ¿Sabes una cosa mi amor? Estoy embarazada. Elidir la abrazó y dieron muchas vueltas. ¡Un hijo un hijo un hijo un hijo¡ Será precioso; tendrá mis ojos y tu sonrisa. Ojalá sea un hombrecito.
Pero no era un hombrecito lo que crecía en el vientre de Lila. Wozzek había decidido regresar. Ya se estaban formando los pequeños dedos de sus patas y su rabo. Sus orejitas de perro medían medio centímetro y su hocico de perro era del tamaño de una almendra. En el diminuto corazón de Wozzek, su individualidad era un grano de azúcar. Esta vez sí recordaba su vida anterior.
*Cuento incluido en el número 7 (marzo 2007) de Viento en vela.
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