lunes, febrero 11, 2008

Criterios de tiento y pifia [a propósito del Premio de Poesía Aguascalientes]


Criterios de tiento y pifia*

Por Daniel Téllez (ciudad de México, 1972)

Partamos de la noción de que todas las cosas u objetos existen tal y como quieren ser percibidos, al menos en relación con quien los aprecia, y ante quienes –más allá de su valor natural- satisfacen una necesidad humana, adquiriendo así, cierto valor de uso. Se despliega una relación contenida en la naturaleza del objeto, en tanto este simboliza una propiedad nueva por sí mismo, al que se añade el valor utilitario que el hombre le adjudica, tasando, dicha empatía, en un referente de necesidades y deseos. En el caso de la poesía, la percepción ostensible supera la simple impresión de objeto de ornato, ensanchando una serie de propiedades humanas, llamémosles así, en cuanto que la poesía sólo existe como tal en relación con el hombre, haciéndolo morador de la experiencia vital que abraza. Si la poesía admite la noción de fecundación del mundo, con miras a perturbar el arcano ignorado por el hombre, entonces suponemos que el contacto –con la poesía- salva sus impresiones aturdidas por los valores de cambio que se le aparecen como propiedades de las cosas sin relación con él. Así tenemos una doble relación del valor que el hombre le concede a la poesía: ora como una propiedad del intelecto que permite penetrar y suponer a través del poema, lo que conocemos potencialmente, ora como la consumación de la experiencia personal, armónica y conforme a su naturaleza y tiempo.
También el poeta procede en intervalos fecundos de su creación, esclareciendo el valor de la poesía, poniendo de manifiesto su significación humana, estética, incluso social, con lo cual está en condición de responder con firmeza al reflujo de las imperios que gestan su escritura. Empero, requiere fundarse y depurarse como lector, a sabiendas de que el poema sustenta propiedades reales, que sólo se potencializarán cuando el poema se encuentre en relación con el hombre social, con sus intereses y necesidades. Por ello, el poeta resulta visto socialmente como más apto a la sensibilidad y la intuición, confiriéndosele el ejercicio de escudriñar los ánimos de los otros hombres, fijando distancias objetivas y proximidades subjetivas poéticas. Sin embargo, resulta singular la relación, cuando el individuo-poeta pertenece a nuestra época, y como ser social se inscribe en la malla de relaciones de nuestro medio literario, del que se nutre, y su apreciación poética de los otros poetas, o mejor dicho, sus juicios de valor de la poesía de los otros se ajustan a pautas, criterios o valores que él no crea ni manifiesta personalmente –por lo regular- y que tienen una significación colectiva dentro del medio literario. Por ello, cualquier juicio que afecte el valor de la poesía de un sujeto no puede reducirse a una reacción puramente individual, subjetiva, como sería la de cualquier vivencia espontánea; toda atribución de valor provocada por la presencia del poema, repercute en las concesiones individuales de los otros sujetos.
Es un hecho consumado, que en nuestro medio literario, a decir de muchos, tan domesticado y dado a ventilar las diferencias, el poeta se niega a conferir valor a las circunstancias bajo las cuales la escritura de los otros, se construye. Rehuida y expuesta gradualmente como esencia disfrazada, la poesía es ignorada y evitada en un ímpetu proporcional a la agudeza que la lectura le habría permitido experimentar, como valor ostensible que a ese poeta le permitió convertirlo en su ropaje. En teoría no habría necesariamente algo malo; las discrepancias escriturales no son necesariamente imputaciones al ejercicio del otro. El problema real es hasta dónde los poetas mexicanos han limitado gradualmente sus estrechos límites, no frente a aquello que se inviste poesía, lo que sería aceptado por si mismo, sino que, alejados de todo orden de lectura atenta y detenida, común a todas las experiencias que hacen un poema, se intensifican los apasionamientos doctrinarios por recuperar un solo conocimiento sobre el hecho poético, en tiempos vertiginosos que parecen no aceptar ideas definitorias. El poeta, poseedor de un saber nombrar el mundo, pierde el punto de contacto aparente con sus otros pares; forma de la renuncia absoluta y de la miseria poética inmutable que nos impide hallarnos frente a frente en una relación peculiar con la obra poética de otro poeta; con su valor real que nos permitiría sumarla a nuestros bienes literarios. Esto se ahonda cuando se trata de apreciar cierta obra literaria premiada en algún certamen. En apariencia todo laurel –regional o nacional- palpita en las certezas valorativas a la obra, que todo poeta incorpora a su quehacer; sin embargo ubicarlo bajo los reflectores de la inmortalidad por ello, no se explica ni por el objetivismo ni el subjetivismo que la acción sugiere. Otorgarle un reconocimiento a una obra poética la inviste –en teoría- de una objetividad peculiar que no puede reducirse al acto psíquico de la lectura individual de los miembros del jurado. Se trata de una objetividad que trasciende el marco del jurado, las propiedades valiosas atribuibles al poemario, y la relación con los otros sujetos-poetas. Existe pues, objetivamente, es decir, con una objetividad literaria admitida culturalmente. Empero, bajo la lupa de nuestra tradición emergente, un premio literario es trofeo beligerante que divide e ignora.
Es sabido, en nuestra historia literaria reciente, la polémica generada por el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, considerado el máximo galardón a un poeta mexicano vivo; polémica excesiva generada por los mismos poetas, si bien se ve, quienes parecen asumir la impotente voluntad de dialogar con la obra literaria premiada, intercambiando la trascendencia del efecto de la querella personal por encima del poder sólido del libro e incluso sobre el efecto producido en el jurado que determinó premiarlo, ensombreciendo el fragmentado ambiente poético nuestro. Esta actitud de ignorar la insinuación del libro, a reserva de asumir la existencia de cierta crítica falsa o mal intencionada, admite nuestra carencia de crítica real, relegándola a un nivel inferior a lo que el mismo libro “supuestamente dispone”. En la asignación de los más recientes premios Aguascalientes, abundan momentos en que los ímpetus “críticos” se han relajado hasta convertirse en una actividad de primer orden, injuriosa por decir lo menos, en foros impresos y en charlas de sobremesa; virulenta, por otra parte, por transitar ahora en la web, vía el blogspot o enviada adjunta en archivo, o bajo la rúbrica de spam. Atenidos a la dinámica de la crítica, al tiempo que se emplea para elaborarla, su disposición para hablar sobre el autor en cuestión, el intercambio del poder creativo personal –del que sustenta la crítica- por un asombroso ejercicio de satisfacción, permitiría calificarla como un verdadero juego de inspección. El cálculo general diría que la crítica reciente a las cuatro últimas obras ganadoras del Premio Aguascalientes se ha ejercitado desde la conciencia y procurado desde la colectividad de los otros que comparten la misma circunstancia lectora y creadora. Empero, dicha inspección “personal” a la obra literaria tiende a extremarse, cacareando en ello cierta inferioridad e infelicidad creativa personal. Actos fallidos que relegan las ideas, eximiendo su vigencia fructífera proporcionalmente inversa a la definición de nuestra época poética mexicana. Atmósfera de insatisfacciones personales que discriminan la verdadera rareza literaria nuestra, por llamarla de algún modo; desviamiento por la peculiaridad del temperamento poético que modulan a saber: Reducido a polvo de Luis Vicente de Aguinaga, Hay batallas de María Rivera, Boxers de Dana Gelinas y El deseo postergado de Mario Bojórquez.
Si bien es cierto que ningún poeta alcanza por sí solo la trascendencia, como bien quería Eliot, sino desde su apreciación y vínculo con los poetas y artistas muertos, también resulta necesario suponer el diálogo con sus congéneres. Si la premisa es valorar una obra en contraste, comparación y simultaneidad a todo lo que le antecede, también es factible reconocer el orden dispuesto cuando la obra se crea y llega hasta nosotros lectores, alterando y ajustándose a su propio valor y teniendo como referencia ese acuerdo tácito entre el pasado y el presente emergente. En nuestra tradición actual, encarna una doble responsabilidad, estar al tanto del pasado tanto como el afán de conocimiento lo permita, esto es, de tal modo que la conciencia desarrollada se manifieste críticamente de sí misma, y, por otra parte, sean recurrentes sus búsquedas alrededor de las poéticas que se gestan dialogando con dicho pasado canónico. Procurarse la conciencia de nuestra tradición literaria, entablando indisolublemente el diálogo con la poesía que se construye desde ese escenario. Sin embargo, la crítica deshonesta –adrede a las cuatro propuestas antes mencionadas- busca suprimir la despersonalización a la que tendría que someterse toda obra literaria, poniendo en el ojo enjuiciador al poeta por encima de la poesía. Fórmulas de la repetición y de los reverberos a los que se vuelve constante en nuestro medio, buscando legitimar el nombre del poeta, omitiendo lo que el poema en sus entresijos retoma de la tradición. En términos de interpretación del poema parece contravenir aquella esencia señala por Paúl Valéry, en cuánto el escritor está dispuesto a sacrificarlo todo, menos la conciencia de lo que hace. Desafortunadamente, parece difícil arribar a una concepción análoga de las relaciones conscientes que trenzan el poema, así como en la disposición urgente para la discusión fructuosa entre poetas. Baste mirar las conexiones inciertas entrelazadas a raíz de la aparición de los cuatro títulos ya citados.
Luis Vicente de Aguinaga, ganador con Reducido a polvo, del Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2004, concilia poderosamente en su escritura bastas voces de su tradición, la que críticamente comparte y asume y sobre la que cultiva sutilmente un raro equilibrio entre forma y pensamiento. Ancha escritura, ya revisitada en sus anteriores libros, que arroja cierta densidad sobre el pasmo de su voz; heredera irredenta de esa tradición en la que se sostiene. Textura poética en apariencia sencilla, la escritura de Reducido a polvo zarpa de elementos triviales para dosificar cierto delirio lingüístico –que rebasa el simple juego, rayando en la erudición- para nombrar las cosas, resistiéndose al mismo horizonte. Espacio abierto de trozos, líneas limítrofes entre la vida y la muerte, el origen y el fin, la luz y la sombra de rostros irreconocibles en la roca, la sal y el polvo. Arteria retórica de las formas precisas cuyo desgaste, fue toque de queda para que varios poetas denostaran –al momento de la aparición del libro- su curiosidad intelectual eminente, revestida de ironía, humor y reflexión crítica. Al ruido de la crítica, por los desaciertos señalados en un libro, deberíamos armonizar la honestidad atribuible tanto a ella, como al acontecimiento anticipado en la disposición del libro, relación intrínseca en la que la obra adquiere su estatuto como libro premiado. Así se integra de acuerdo con la tradición literaria, como un bien específico, cuyo valor es imputable desde el momento de que la crítica se ocupa de él.
En el mismo tenor, Boxers de Dana Gelinas, Premio de Poesía Aguascalientes 2006, al echar mano de elementos superfluos y frívolos, tras un escaparate de cualquier centro comercial, lejanos de la poesía y apartados de cierto afán esteticista, acuña un elemento novedoso –arma de dos filos- que se manifiesta en la estructura y disposición de los poemas que conforman el libro: es sólo tránsito y quietud, corazonada y especulación lo que sostiene su discurso. Si bien es cierto que ese carácter poco pretencioso siembra dudas en poetas lectores detractores de esa hechura posmodernista de lenguaje kitch, también lo es que involuntariamente desentume nuestra anodina poesía. Boxers logra ser superficial –derogando el tratamiento de los poemas, a sabiendas de que cada uno es una estación de la contemplación y una grotesca órbita del consumismo-, al grado de exasperar al más cándido lector, erigiéndolo en juez versado capaz de avasallar multitudinariamente a la obra. La mano dictatorial de la crítica, le atribuyó adjetivos como sexista, malograda y gomosa. Sirva este ejemplo para entender cómo opera buena parte de nuestra crítica purista: en el momento en que una línea o un verso, insulsos a decir del ojo del examinador, logra llamar su atención, un impulso eficaz perfila, palmariamente, los méritos o descréditos del poeta, vertidos en su reseña. Si ha de menester elogiar, el trato a la obra es general en sus propiedades ornamentales; si ha de subrayar gazapos, se tiende a omitir la pincelada de las gracias que permiten el contraste, ridiculizando en detalle esas desviaciones, citadas textualmente por demás, invadiendo incluso, la lectura obsequiosa del activo lector, aquel que desatiende tientos que le quebrantan sus propias conjeturas alrededor de la obra literaria.
Casos diferentes, pero no por ello, extraños en los avatares recientes, representan los libros Hay batallas, con el que María Rivera obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 2005, y El deseo postergado, con el que Mario Bojórquez, obtuvo el mismo galardón en 2007. Con indiscutible animadversión ridícula y petulante, aunada a la audacia que obliga a manifestar todo cuanto se es incapaz de abrigar, varios creadores hicieron gala de ese convencimiento y se arrojaron gozosamente al ruedo del descrédito literario. Patronos de la sospecha, esgrimieron argumentos –sentimientos encontrados- que domaron el valor palmario de la obra poética, trocándolo bajo el recelo de las dables relaciones entre poeta galardonado y alguno de los poetas cercanos a él, miembros del jurado que les otorgó el reconocimiento. Así, se dirigió el martilleo antes de la publicación del libro premiado, poniendo en el banquillo de los acusados al poeta en cuestión y, proscribiendo impunemente, hasta hoy, el diálogo con la propuesta poética.
Bástenos, revisar la acometedora escritura de Hay batallas, donde el poema es cuerpo, grafía del desasosiego, de la batalla que hay que saldar para librarse del paso ineludible del tiempo. Escritura que, cuando hace uso de puntos suspensivos para agrietar el poema, testimonia su cauce, tiempo y tránsito, también el desmembramiento frente al tiempo, su tiempo. Escritura de la añoranza desesperada del nacer muriendo, de la compartición del pan, la sal, la muerte, Hay batallas se nos presenta como un credo a la agonía; respuesta tajante que acepta la muerte o el letargo al entorno y las cosas nimias que deshabitan el espíritu. La escritura de María Rivera logra materializar la aridez de una casa-patria, de un cuerpo-ser intangible; polvo-tristeza que cubre la casa, la memoria, el cuerpo-aire, la casa-cuerpo en que gravita la incertidumbre interna del tiempo y del vivir. En la misma línea, El deseo postergado, de Mario Bojórquez, parece reconciliarnos en el misterio de la condenación y de la miseria del espíritu humano, necesariamente trascendental en el dolor y el abandono, muy a pesar de su libertad creadora y lucidez virtuosa. Llamada áspera de los momentos acuosos en que el espíritu se somete a la experiencia amarga de la vida, enjuiciando su existencia e imantando su otredad bajo el discurso del eterno retorno. Inserto expresamente en la enorme tradición mexicana y del renacimiento hispánico, en cuanto a la cadencia, expresividad y combinaciones métricas, El deseo postergado, logra purificar el descalabro sentencioso del espíritu sobreexpuesto a su tiempo y tragedia, imposible de saldar.
Frente a la maquinación de enjuiciamientos y de contrareseñas cuyos cruces atienden a principios y motivos disconformes, habría que pugnar por una verdadera asepsia de nuestra crítica imperante. En tanto sigan multiplicándose conjeturas arbitrarias y escarnios a la imagen del poeta, como directrices de complacencia y seso, nos seguiremos alejando del pretendido canon de la crítica, aquella que justiprecia la obra literaria como concierto desprendido de la naturaleza creadora del hombre. Quien se regodea señalando defectos en una nueva obra -apuntaba Coleridge- no me está fijando nada que no haya convenido en mi lectura sin la ayuda de su revelación. Por el contrario, el examinador lúcido que resalta la belleza de una obra naciente, desenmascara el misterio, lega impresiones que la experiencia sola, no habría permitido augurar. Ruedos de nuestros angostos cotos críticos. Sólo la zozobra serena y el aliento vigoroso frente a nuestra poesía nos apostarán como testigos postreros de nuestra historia literaria emergente, alejados de la emoción insulsa que ha escrito capítulos incendiarios y verdaderamente ingratos.

*Texto incluido en Viento en vela #10 (diciembre 2007)

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